“Más nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo”
Filipenses 3: 20 RVR 1960
La ciudadanía es un concepto sociopolítico que significa la pertenencia de una persona a una sociedad, con la que comparte características de raza, idioma, costumbres, entre otras; también puede entenderse como el vínculo que un individuo tiene con una sociedad organizada, país o Estado, del cual derivan derechos como el participar activamente en la construcción social y toma de decisiones, a la vez que deberes, como cumplir las normas de las cuales es destinatario y de respeto, lealtad y solidaridad con los conciudadanos.
La condición de ser ciudadano generalmente se adquiere por el simple hecho de haber nacido en determinado lugar y llegar a una edad determinada, lo que permite reclamar para sí el ser reconocidos como parte de un conglomerado social, a su vez, reclamar de sus autoridades el cumplimiento de las garantías que se desprenden de tal condición: así por ejemplo, por nacimiento somos colombianos, pero no somos conscientes de esos derechos sino hasta cuando alcanzamos los 18 años de edad, cuando la ejercemos legalmente, el ejemplo más notorio es que podemos elegir y ser elegidos y pasamos a ser responsables directos por infringir las leyes.
Ahora, podría concluirse que solamente somos ciudadanos del lugar en el que nacimos, sin embargo, esta condición también puede ser adquirida. A lo largo de la historia se han presentado migraciones que obligaron a individuos y familias enteras, asentarse en un lugar diferente al de nacimiento de sus antepasados y por el pasar del tiempo, fueron adquiriendo ese sentido de pertencia del lugar que los acogió, llegando a aprender su lengua, comportamientos y costumbres, para dejar de ser extranjeros y convertirse en nuevos ciudadanos; es por ello que muchos países permiten que los no nativos, adquieran su ciudanía a causa de ese arraigo.
Te puede interesar:
Nuestro destino eterno es el cielo y sin haber habitado en él, al recibir a Jesús en nuestra vida adquirimos la ciudadanía de aquél lugar que será nuestra morada eterna, uno que está siendo preparado para cuando finamente podamos llegar a él (Juan 14: 2).
Así, el nacer en un determinado lugar nos permite ser ciudadanos por derecho propio, en Cristo, al recibirle por fe y ser bautizados, tenemos la oportunidad de un nuevo nacimiento y por derecho, nueva ciudadanía, que como la secular, nos hace acreedores del derecho a pertenecer a la familia de Dios, así como responsables de guardar las leyes y mandamientos (Efesios 2: 11-22). Esta ciudadanía debe ser para nosotros, mucho más atractiva que cualquiera otra que ofrezca el mundo, no está sujeta al cumplimiento de innumerables requisitos para su adquisición, sus beneficios son inigualables y no tiene barreras de idioma, raza, género ni condición social (Gálatas 3:28).
Como se indicó anteriormente, el ser ciudadano nos permite reclamar aún de las autoridades, el respeto de garantías y libertades, Pablo fue uno de los hombres más conscientes de ese “poder ciudadano” y como romano, reclamó por ser injustamente privado de su libertad a causa de su fe, por tanto, conocedor de su condición hizo alusión a ella en muchas oportunidades y aunque continuó preso, no cesó de cumplir con el mandato de predicar las buenas nuevas, pues trataba con mayor cuidado su ciudadanía celestial (Hechos 21:39; 22: 25-29).
Nuestro llamado es a ejercer desde la tierra la tan preciada ciudadanía celestial, pues otra característica que comparte con la secular es ser susceptible de perderse por su uso inadecuado, a riesgo de no poder tener entrada en la eternidad con nuestro creador (Apocalipsis 21:27).